lunes, 3 de septiembre de 2012

Chile necesita una nueva Constitución.


Ese es un diagnóstico compartido por estudiantes, sindicatos, feministas, movimientos indígenas, ecologistas, urbanistas, la comunidad LGBTI; enumeración que podría seguir hasta incluir virtualmente a todo el país salvo a los investigadores de Libertad y Desarrollo y la Fundación Guzmán y de algunas universidades privadas vinculadas a la UDI (y, por supuesto, a la UDI misma y a RN). El problema es que la UDI y RN tiene la llave del candado, pues sin sus votos no se puede hacer nada.

Anteriormente he hecho ver lo difícil que es reemplazar nuestra Constitución por un nuevo texto debido a los altos quórums involucrados, y he observado que ante esta realidad se hace imprescindible un nivel de movilización social y ciudadana que persuadan a nuestros representantes (UDI y RN incluidos) de la necesidad de reformar nuestra Constitución para preservar nuestra institucionalidad y el orden social.

En esta columna, quisiera hacer el ejercicio de pensar que por algún motivo nuestro sistema político ha entrado en razón y ha resuelto por unanimidad (o, al menos, por los dos tercios del Congreso que son necesarios según la actual Constitución, lo cual nos permite olvidarnos de los 39 diputados y 8 senadores de la UDI y al menos de un diputado y tres senadores de RN) cambiar el actual artículo 127 de la Constitución para establecer allí que la Constitución podrá ser reemplazada mediante una convocatoria a asamblea constituyente. En este esperanzador y utópico escenario, ¿qué requisitos deberían cumplirse para la dictación de una nueva Constitución Política de la República?.

A mi juicio, nuestra nueva Constitución Política de la República tendría que ser generada mediante un procedimiento democrático y participativo; tendría que incorporar un rango más amplio de intereses sociales bajo su esfera protectora; tendría que establecer las condiciones para el surgimiento de un proceso político democrático y participativo tras su propia entrada en vigencia; y tendría que distribuir el poder político de manera acorde con tal objetivo.

Una nueva Constitución debe ser generada mediante un procedimiento democrático y participativo. Que dicho procedimiento sea democrático significa que la nueva Constitución debe ser redactada por una Asamblea Constituyente conformada por diputados constituyentes elegidos por cada circunscripción de manera proporcional al número de electores que allí residan. La conformación de la futura Asamblea Constituyente no puede estar sujeta a las lógicas binominales; y no puede estar sujeta a la distribución de representantes hecha por la dictadura en 1989, que entrega el mismo número de diputados y senadores a circunscripciones y distritos que tienen significativas diferencias en cuanto al tamaño de su población.
Que dicho procedimiento sea participativo significa que la Asamblea Constituyente deberá dividirse en comisiones temáticas, a cuyas sesiones deberán ser invitadas a exponer todas las organizaciones sociales y personas que así lo soliciten. Empresarios, organizaciones gremiales e investigadores de Libertad y Desarrollo y la Fundación Guzmán deben sentirse bienvenidos en las sesiones constituyentes; tanto como cualquier otro actor social. Quizás concurrir a dichas sesiones junto a sindicatos, federaciones de estudiantes y agrupaciones indígenas les hará darse cuenta no sólo de su condición minoritaria sino también del privilegio en el que viven.

Una nueva Constitución debe también estar animada por una preocupación por incorporar un rango más amplio de intereses sociales bajo su esfera protectora. Recordemos que los derechos constitucionales consisten en un mecanismo jurídico de protección de intereses. La estructura lógica de los derechos, en efecto, involucra la identificación de un cierto interés social a través de una descripción abstracta de los supuestos de hecho que desencadenarán su protección por parte de los organismos administrativos y judiciales del Estado. Hoy en día nuestra Constitución protege con particular énfasis los intereses de quienes cuentan con recursos propios para acceder a diversos bienes -educación, emprendimiento, defensa judicial, expresión- pero ignora los intereses de quienes carecen de recursos propios para acceder a los mismos bienes. También ignora otros intereses que escapan a la lógica materialista de la propiedad, tales como el interés en la participación femenina en espacios públicos o el interés en la protección y promoción de la diversidad como una forma de disminuir la discriminación en nuestra sociedad. En resumidas cuentas, nuestra Constitución actual gira en torno a dos derechos fundamentales: la libertad económica y el derecho de propiedad. Una nueva Constitución debe por lo tanto proclamar un conjunto nuevo de derechos sociales y económicos y mandatar al legislador para que satisfaga dichos derechos.

Ahora bien, una nueva Constitución no debe ser capturada por la ilusión de que es posible satisfacer todas las expectativas y resolver todos los conflictos mediante un texto constitucional. Por esto, una nueva Constitución debería asumir que su propósito habrá de ser el de institucionalizar la democracia y la participación eliminando las trabas que actualmente existen en el proceso político. Esto significa, como mínimo, la eliminación de los quórums supermayoritarios establecidos en la Constitución de 1980; el reemplazo del binominal; la desconstitucionalización de organismos tales como el Consejo de Seguridad Nacional y el Banco Central; la determinación de que cada diez años se actualice el número de parlamentarios con que contará cada circunscripción electoral; y, desde luego, la redacción de la propia Constitución en términos que establezcan principios generales y conceptos abiertos y que entreguen la configuración de los detalles al legislador.

Por último, los poderes públicos deberán ser organizados de forma tal de favorecer la democracia y la participación. Autoridades regionales elegidas democráticamente, presupuestos regionales participativos, iniciativa popular de ley, revocación de mandatos parlamentarios, disminución o derechamente eliminación de las materias de iniciativa exclusiva del Presidente, reducción de las atribuciones del Tribunal Constitucional, son algunas de las ideas que favorecerían dicha organización democrática y participativa del poder político.

Las condiciones políticas actuales son favorables a la demanda por una nueva Constitución; no así, ciertamente, la correlación de fuerzas electorales en el Congreso. Esto último, sin embargo, puede cambiar. Debemos estar preparados para la eventualidad de que así ocurriera, reflexionando sobre el orden constitucional que queremos para un Chile para todos. Espero, en consecuencia, que estas líneas animen al lector para que emprenda su propia reflexión al respecto.

Fernando Munoz.
Doctor en Derecho, Universidad de Yale. Profesor, Universidad Austral.

http://blog.latercera.com

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